ENTREVISTA | La esclavitud durante el porfiriato: Francisco Martín Moreno

05/05/2018 - 12:03 am

El historiador y escritor no está de acuerdo con que a Porfirio Díaz se lo traiga con honores nacionales desde París. “Si la familia lo quiere traer, yo no me puedo oponer”, dice, mientras presenta México esclavizado, para hablar de las haciendas henequeneras y cómo hicieron esclavos a los mayas. El gran delito del porfiriato, con quemas de códices, documentos y las tiendas de rayas para los trabajadores.

Ciudad de México, 5 de mayo (SinEmbargo).- Francisco Martín Moreno vuelve a la historia, una de sus más grandes pasiones, para retratar la esclavitud maya en Yucatán, cuando las haciendas gobernaban más que la autoridad oficial.

Cómo hicieron los mayas para conservar su cultura, mientras durante todo el día cosechaban el henequén, durante el tiempo del porfiriato.

“Si alguien quiere traer a Porfirio Díaz de Francia que sea por un tema personal, pero que nadie organice honores para ese hombre que perpetuó la esclavitud”, dice Francisco.

Su novela cuenta la historia de Olegario Montemayor, hijo del productor de henequén más poderoso de Yucatán, y Marion Scott, una de las pocas mujeres estudiantes en la universidad de Oxford, que lo deslumbra y contagia con sus preocupaciones sociales.

“Víctimas de una alianza trabada entre la dictadura porfirista, el clero y la insaciable voracidad de los finqueros, miles de peones y campesinos son sometidos por medio de las armas del tirano y de las homilías sacerdotales. En este escenario Marion y Olegario luchan para tratar de erradicar la explotación de los mayas y liberarlos de los horrores de la resignación”, de la sinopsis.

“Escribir sobre la historia de Yucatán, pero necesitaba a un personaje que contara ya no sólo en México, sino la historia universal de la esclavitud”, dice Moreno, al explicar su visión sobre Marion Scott, una feminista que recorre todo el libro.

–Son dos personajes

–Sí, ellos, Olegario y Marion habían estudiado todo el tema de la esclavitud en Oxford. Vienen los dos a México y se meten en las tripas de la esclavitud durante la dictadura de Porfirio Díaz. Pero ya tienen una mirada mundial los dos. Olegario es hijo de uno de los grandes hacendados henequeneros y cree que su padre es un santo, nunca toleraría la esclavitud, todos los peones lo llamaban “papá”. Pero cuando llegan allí es algo muy diferente y allí comienza la historia de la novela.

–México esclavizado habla de aquella esclavitud, ¿qué relación encuentra con las esclavitudes de ahora?

–Mira, a mí la que más me duele es la esclavitud del servicio doméstico mexicano. Estas mujeres que trabajan en las casas, no tienen seguridad social, no saben los derechos para tener una casa por Infonavit, trabajan mucho más de ocho horas diarias, muchas veces la alimentan con sobras. Cuando se cansan de ellas, las largan, sin pagarles una indemnización. No tienen tampoco una pensión para vivir con dignidad en su mayoría de edad.

–¿Usted lo ha visto a menudo en su clase social?

–Sí, claro y cada vez que voy a un hogar de esto las amas de casa me piden que no saque el tema mientras ellas están sirviendo la cena, lo cual me da mucho más coraje. Es un país clasista y racista y tenemos que entender que lo que pasó en Yucatán sigue sucediendo.

–Yucatán siempre dice que se va a independizar, ¿cómo ve la relación que tiene con el país en la actualidad?

–No se va a poder independizar. Eso fue en algunos momentos muy claros de la historia. Cuando fue la guerra de México y los Estados Unidos y cuando terminó la contienda los gobernadores fueron a ver al Presidente de los Estados Unidos, a James K. Polk, a decirle que se anexara Yucatán. Y después cuando estaban perdiendo la guerra de castas, los mayas protestaron y fueron a pedir ayuda militar y económica a Estados Unidos. Tienen su propia bandera, sus propios billetes, tuvieron en muchas oportunidades aspiraciones secesionistas.

–Usted va a ir a presentar el libro allí

–Sí y estoy seguro de que me van a agredir, porque todavía hay muchos hijos de hacendados que van a decir con toda claridad que yo estoy diciendo mentiras, que es un conjunto de embustes, que nunca sucedió. Me quiero meter en la boca del lobo, cada día que no me gano un enemigo es un día perdido.

Montejo y su hijo fueron unos salvajes asesinos con los mayas y sin embargo se llama así, Paseo de Montejo, la calle más importante de Mérida. Las contradicciones de Yucatán. Foto: SinEmbargo

–Los mayas de todas maneras han logrado pervivir

–Sí, pero desde la época de la colonia los españoles fueron feroces con ellos. Montejo y su hijo fueron unos salvajes asesinos con los mayas y sin embargo se llama así, Paseo de Montejo, la calle más importante de Mérida. Son cosas que uno no acaba de creer. Uno de los obispos que más lastimaron a la cultura maya, porque mandó a quemar códices, documentos, hoy en día tiene un monumento en Yucatán: Fray Diego de Landa. Es una sociedad conservadora, pero ahí es donde tenemos que meternos nosotros para decirle: todos somos México. ¿Cómo es posible que hayan ocultado esta historia tan dolorosa durante todos estos años? Cuando ves el libro México bárbaro, de John Kenneth Turner, se hace pasar como inversionista y conoce la realidad de lo que pasa en muchas de las haciendas henequeneras y él cuenta todo eso.

–¿Cómo se maneja ahora con el tema de las haciendas?

–Las haciendas se fueron deshaciendo, hoy muchas son hoteles, ya no son haciendas…la esclavitud en Yucatán desapareció. El henequén desapareció cuando vino el nylon. La expansión de la industria henequera durante la Primera Guerra Mundial fue tremenda. Cuando vas a Mérida, ves todos esos palacios lujos por el Paseo de Montejo y son fruto de eso. Los peones dependían de las tierras de raya para que les pagaran, trabajaban desde antes del amanecer, hasta que se ponía el sol. Después de que acaba la Primera Guerra Mundial comienza la caída del henequén.

–¿Cómo ve este libro en su carrera?

–Es un libro que yo tenía necesidad de publicarlo. Era una asignatura pendiente para mí. Está teniendo gran recepción y es bueno avisar a quienes quieren traer los restos de Porfirio Díaz, que está en París, que lo haga por motivos personales. Si la familia lo quiere traer, yo no me puedo oponer. Pero sin ningún honor nacional en ningún caso. Por lo que significa, el simbolismo de Porfirio Díaz.

Un libro sobre la esclavitud porfirista. Foto: Especial

Fragmento del libro  México Esclavizado, del autor Francisco Martín Moreno, publicado en el sello Planeta. ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Un mexicano en Oxford Lo sabía, lo sabía, sí, siempre lo supe: al abrir una puerta iba a cambiar para siempre mi existencia y sí, en efecto, así ocurrió. Cuando entré por primera vez al salón de clases en la Universidad de Oxford para escuchar la cátedra relativa a la Historia de las Doctrinas Económicas, de pronto, paralizado en el umbral, encontré a una mujer, tal vez eterna, como si me hubiera estado esperando toda la vida sentada en el pupitre: rubia, con el pelo ligeramente caído sobre los hombros, de perfil sereno, rostro afilado, piel blanca, muy blanca, a la que deseé murmurarle mis secretos y mostrarle, como decía el poeta, lo bella que es la vida. Vestida con una falda larga y saco color gris oscuro, de corte masculino, blusa clara rematada con una corbata verde mal anudada, las piernas cruzadas cubiertas con unas medias negras distinguibles a la altura del tobillo, distraída, ausente, según expresaba su mirada intensa extraviada en el vacío. No se percató de mi presencia. Pude observar antes de sentarme cómo su barbilla, casi ingrávida, se apoyaba sobre la palma de su mano derecha, cuyos delicados dedos extendidos acariciaban una parte de su mejilla. La imagen permaneció grabada en mi mente hasta escuchar un sonoro portazo asestado por el catedrático, al que, de dicha suerte, ya me acostumbraría con el paso del tiempo; anunciaba su arribo al aula para hacerse presente y acaparar la atención del alumnado.

¿Una mujer en la Universidad de Oxford, en 1900? ¿Habría obtenido una autorización especial de la reina Victoria? ¿Su presencia en el aula se debería al éxito de una demanda judicial promovida contra el gobierno? ¿Tendría un pariente legislador en la Cámara de los Comunes o un poderoso periodista de Londres la habría recomendado, como bien lo pudo haber hecho un destacado personaje de la Corte muy cercano al decano de Oxford?

Acto seguido y como parte, por lo visto, de una rutina, nuestro maestro, Hugh Perkins, arrojó ruidosamente un portafolio viejo de cuero café sobre el escritorio de madera desgastado. Se trataba de un conocido autor de un sinnúmero de libros dedicados al estudio de la historia de la esclavitud en el mundo entero. Después de un lacónico «good morning, ladies and gentlemen», empezó a hablar y a caminar de un lado al otro del recinto donde nos encontrábamos no más de veinte estudiantes, británicos y de otras nacionalidades. Yo era el único mexicano, según descubriría más tarde. Como corresponde a un personaje dedicado en cuerpo y alma a la investigación, al mundo de las ideas, a la búsqueda de explicaciones y a la construcción de fantasías, no le concedía la menor importancia a su aspecto físico ni a su indumentaria, lo que se podía comprobar al ver su barba cerrada, desaseada de cinco días, sus lentes de arillos pesados, su ropa de tallas muy superiores en relación con su cuerpo y su abundante cabellera despeinada, como si se hubiera levantado pocos instantes atrás.

Se advertía en sus palabras una urgencia por comunicar y transmitir conocimientos con una pasión contagiosa. En tanto se refería sin preámbulos a la conquista de la tierra iniciada siglos atrás y explicaba los móviles de los poderosos para privar de sus bienes a sus legítimos propietarios, por lo general, negros, mulatos o personajes humildes de piel cobriza, yo veía y volvía a ver a aquella misteriosa mujer con el propósito de descubrir el poderoso magnetismo que me impedía retirarle la mirada. Algún hechizo desconocido me obligaba a contemplarla constantemente…

Míster Perkins se refería a grandes territorios ubicados casi siempre en tierras ardientes, calentadas por un sol incandescente, en donde solo los insectos, ciertos animales y fieras, junto con seres humanos arcaicos, podían resistir los climas y los calores infernales de tierras ricas en oro, plata, petróleo, maderas preciosas; o terrenos dotados de una asombrosa fertilidad, propia para cultivar azúcar, café y tabaco, entre otros productos agrícolas imprescindibles y muy cotizados en Europa. Sepultados, como se encontraban, en una anacrónica resignación religiosa, víctimas de supersticiones inadmisibles, extraviados en una patética ignorancia y enceguecidos por un castrante analfabetismo, los paupé- rrimos pobladores de dichas comarcas eran incapaces de aquilatar y mucho menos de explotar la generosa herencia de la naturaleza. Desconocían la importancia de tener un libro en sus manos secas y encallecidas; carecían de acceso a la luz contenida en la tinta; ignoraban la existencia de leyes y tribunales para dirimir diferencias en el seno de las sociedades y se comunicaban con un número insignificante de palabras, en realidad, un lenguaje diminuto. ¡Ay, paradojas de la vida! Se encontraban postrados en una patética miseria, víctimas de precarias condiciones sanitarias, atenazados por un atraso milenario sin imaginar que la solución de sus problemas se encontraba materialmente a sus pies en la más amplia acepción de la palabra. Bien podrían estar parados, sin imaginarlo ni saberlo, sobre minas saturadas de metales, tesoros codiciados en buena parte del mundo, sobre inagotables manantiales de oro negro o simplemente sentados en tierras dotadas de poderosos nutrientes y condiciones ambientales únicas para cultivar bananas, caucho o frutas tropicales imposibles de cosechar en latitudes frías, en donde los avances del progreso y de la civilización despertaban envidias y asombro.

Los poderosos hombres de empresa, apoyados por sus gobiernos ávidos de ganancias, lucraban sin piedad con estas sociedades incapaces de aprovechar el ingenio humano, enterradas en un pavoroso olvido sin acceso alguno a formas superiores de convivencia social y política. Los aborígenes no parecían tener noción del tiempo. Carecían de registros del pasado, de contactos con el presente y de planes para el futuro. ¿Cuál futuro…? Era la nada. Engañar a esas personas, someterlas y controlarlas resultaba muy sencillo: bastaba con sobornar, amenazar o asustar al brujo de la tribu o inventar hechicerías para abusar de su mentalidad primitiva, pues temían la ira y el castigo de la divinidad manifestada, en ocasiones, por medio de un sonoro relámpago entendido como la orden de un dios. Lo demás consistía en robarles lo suyo sin rendirle cuentas a nadie. Cualquier brote de protesta “de esos subhumanos extraídos del Pleistoceno” era sofocado por fuerzas armadas bien adiestradas, propiedad de las potencias económicas y militares, preparadas para inmovilizar por medio de sus marinas y ejércitos a dichas naciones indefensas, sujetándolas firmemente por el cuello, mientras sus empresarios saqueaban sus riquezas, con las que se financiaban redes ferroviarias, puertos, flotas mercantes, hipódromos, edificios impresionantes, clubes para uso exclusivo de sus socios adinerados, como el Golden Key Club, academias y universidades de gran postín para preparar a las nuevas generaciones, así como grandes avenidas, restaurantes y comercios reservados para dueños de automóviles, el gran alarde de la tecnología de principios del siglo XX.

¿Cómo los españoles no iban a apoderarse a sangre y fuego del oro y de la plata de sus colonias si los aborígenes ignoraban los precios vigentes en Europa para esos metales? ¿Que los indígenas morirían unos tras otros en las minas y en sus cavernas al respirar aire putrefacto con el que contraían todo tipo de enfermedades? ¡Que traigan de donde sea mano de obra esclavizada, la más barata, no importa que sean niños o mujeres! ¿Que se estaban acabando, decían los despiadados conquistadores, en realidad unos invasores europeos en América en el siglo XVI, la mayoría de ellos analfabetos y extraídos de las cárceles españolas a la fuerza para formar parte de las tripulaciones? Pues entonces a importar negros de otras latitudes, a cazarlos con redes como a las bestias en el África meridional; pues a reponerlos, lo importante eran el oro, las especias, el dinero, vinieran de donde vinieran, al costo que fuera y como fuera.

¡Claro que los cuantiosos metales robados arteramente de las entrañas del Nuevo Mundo por los castellanos habían sido útiles para enriquecer al clero y construir conventos, monasterios, impresionantes catedrales, iglesias y parroquias, famosas universidades y centros de estudios para idiotizar a los alumnos adinerados y condicionar su salvación a la entrega puntual y encubierta de cuantiosas limosnas, y también para fundar bancos camuflados por los malvados ensotanados, en donde cobraban intereses piadosos a cambio de los préstamos, y para apoderarse de interminables latifundios conocidos como de manos muertas porque nadie trabajaba esas tierras desaprovechadas mientras la gente moría de hambre! Así fue, sí, pero que no se perdiera de vista que España había utilizado esas gigantescas riquezas no para industrializar el país y expandir su comercio, sino para importar brocados de Bruselas, vinos de Francia, vajillas alemanas, sedas chinas, obras de arte italianas, textiles ingleses y otros satisfactores epicúreos. Sin embargo, esos recursos no estaban destinados como un objetivo prioritario, al igual que en cualquier sociedad respetable, a la edificación de universidades y la construcción de templos del saber. Las fortunas americanas obtenidas de la despiadada explotación indígena fueron mal aprovechadas por España y la hundieron en el atraso, hasta que apenas hace un par de años perdió Cuba y Filipinas, por mencionar algunos, los últimos baluartes de un imperio en donde jamás se ponía el sol, según presumía Carlos V. ¡Una ruindad, una torpeza! ¿Por qué con tantos recursos mal habidos España no imitó a Inglaterra financiando una revolución industrial, en lugar de desperdiciarlos en el sostenimiento de una aristocracia integrada por débiles mentales, hemofílicos por contraer matrimonio entre familiares, víctimas del egoísmo y de la mezquindad? ¿Podía acabar de otra manera el tal Imperio español, esclavista por definición, si cedía sus cargamentos de plata a sus enemigos, los banqueros alemanes, en tanto Holanda se convertía en el almacén del mundo e Inglaterra en el taller del mundo? ¿Quién trabajaba entre una Corte, una aristocracia atestada de parásitos, además de los burócratas y el clero, un gran conjunto mayoritario de holgazanes? ¿Para eso murieron millones de indígenas en las minas americanas, dedicados a extraer miles de millones de libras tornesas de las entrañas de la tierra? España fue la gran perdedora a pesar del saqueo.

Míster Perkins, un severo crítico de las políticas imperialistas de la Corona, al mismo tiempo insistía en destacar el origen del éxito británico, fácilmente identificable al comparar los países angloparlantes con los hispanoparlantes, de donde se podían extraer sesudas y poderosas conclusiones a partir de las enormes diferencias existentes entre ambos. Los primeros promovían ideales políticos y sociales, como los valores democráticos, la libertad, la igualdad y la justicia, basados en el derecho, mientras que los reyes y virreyes españoles carecían de ideales políticos y sociales al impedir todo género de libertades y cancelar la aplicación de la justicia con arreglo a la ley, al gobernar de acuerdo con los estados de ánimo de los jerarcas en turno. ¿Cuál democracia en las colonias ibéricas en América? ¿Cuál igualdad entre los aristócratas gobernantes de la Nueva España y las masas hambrientas e ignorantes de indígenas impedidas de cualquier posibilidad de desarrollo? México y América Latina habrían de pagar muy caro el costo de la autocracia mucho más que padecida a través de los siglos, en lugar de practicar un autogobierno al estilo inglés.

¿Por qué el triunfo de Inglaterra y de los Estados Unidos? ¿No estaba a la vista? ¿España contaba con un Parlamento electo? ¡No! ¿Existía en la Península un habeas corpus para que un juez determinara la procedencia de un arresto? ¡No! ¿Existía una garantía ciudadana contra la autoridad? ¡No! ¿Todos los españoles, incluidos los soberanos, eran iguales ante la ley? ¡Claro que no, esta se negociaba y se enajenaba al mejor postor, la excepción era la regla, la corrupción y la impunidad y la descomposición social, algunas de las consecuencias! ¿En el Imperio español se podía practicar el libre mercado para estimular la competencia entre todos los concursantes? ¡Por supuesto que no, los monopolios españoles impidieron las libertades comerciales, provocaron los privilegios, incrementaron la concentración de la riqueza en pocas manos y, colateralmente, propiciaron el arribo de los piratas, ávidos de vender a precios atractivos los productos controlados desde Madrid! ¿Cuál libertad de prensa o libertad religiosa en los territorios en donde no se ponía el sol? De la misma manera en que nadie podía opinar en razón de la intolerancia española que se alzaba como titular de la verdad absoluta, muy pocos estaban informados de lo que realmente ocurría gracias a la existencia de una feroz censura, cuyos transgresores podían acabar sus días en los sótanos de la Santa Inquisición. ¡Ay de aquel a quien se le ocurriera practicar una religión distinta a la católica porque podría perecer incinerado en una pira pública después de haber escuchado una sentencia sugerida por un tribunal eclesiástico! ¿Y el hombre, qué pasaba con el hombre, su única y gran preocupación?

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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